
La obra basada en textos de Robert Walser es una acabada muestra de efectividad escénica desde la dirección, la planta escenográfica y un elenco juvenil que se luce con recursos más que legítimos. Se puede ver en el Espacio Urbano Acevedo, los jueves a las 21:30.
Por Héctor Puyo
La obra "La sonrisa de los siervos", adaptación de Lucas Olmedo de textos de Robert Walser, es una acabada muestra de efectividad escénica desde la dirección, la planta escenográfica y un elenco juvenil que se luce con recursos más que legítimos.
La pieza, que dirige el propio Olmedo, traslada a la provincia de Mendoza lo que cuenta Walser (1878-1956), nacido en Suiza y muerto cerca de la clínica psiquiátrica que habitaba por propia voluntad, sobre lo ocurrido en una escuela de servidumbre en Europa central.
En un ámbito dieciochesco donde se supone que una nube gris se ha posado después de la erupción de un volcán, un aspirante a alumno (Eugenio Schcolnicov) ingresa al colegio de un tal Robert Walser (Carlos Núñez), alter ego del autor original.
Allí conocerá los rigores de su profesor -formador de sirvientes cuya función será eliminar su personalidad para contentar a un eventual amo- y a dos condiscípulos de opuesto pensamiento.
Hay uno que coincide a veces con su rebeldía (Gustavo Detta) y otro más oscuro y de apariencia sumisa (Alfonso Barón), cuya huida coincidirá con un vuelco en la acción, en la que las cosas ya no serán como antes.
Es que a la escuela de Walser le ha salido una competencia. Un ex alumno fundó una institución similar en la que existe un complemento que allí no hay: la presencia femenina, algo que la hermana de Walser (Guadalupe Rodríguez Catón) apenas remeda con su abúlica existencia.
Lo que impresiona del trabajo del director y adaptador Olmedo es, además de un manejo de actores impecable con toques de un hiperrealismo que sorprende, es el clima casi onírico que logra desde el comienzo.
Con un criterio de planta que recuerda al Cricot 2 del polaco Tadeus Kantor, que sacudió la escena argentina en sus visitas a fines de los 80, el joven director usa la escenografía de Verónica Gilotaux casi al filo del protagonismo.
Por su edad no es probable que Olmedo haya visto aquellos impactantes espectáculos -"La clase muerta" y "Wielopole, Wielopole"- pero quizá los conoció por videos u otros medios, pero lo cierto es que las maderas envejecidas que dan color al espectáculo delatan esa raigambre.
También se nota en las acciones repetidas, que en otros casos se han usado arbitrariamente, y aquí lucen acertadas sobre todo por la plasticidad de los intérpretes, incluido un niño (Nahuel Cárdenas), testigo del drama de los mayores y futuro involucrado.
Por fortuna el chico es sólo eso y no participa de ninguna ceremonia de humillación -como pasaría en "El joven Torless", de Robert Musil, con un ámbito de claustrofobia parecido-, pero el sesgo sombrío hace temer inesperadas situaciones.
En un elenco casi sin fisuras se destaca la labor de Schcolnicov como el abúlico y al mismo tiempo rebelde alumno de la casa y no son menores los trabajos de Detta y Carlos Núñez, quien aporta a su máscara destellos inquietantes.
La suma de aciertos de "La sonrisa..." se completa con el contrabajista Ariel Obregón, quien sabe imprimir los tonos bajos que acentúan lo ominoso del conjunto, que refuerza la idea de que la sumisión al amo sólo se combate con la violencia del final.
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